El mundo de Jauja (clic aquí)
Navidad (clic aquí)
El Juicio Final (clic aquí)
El hombre es un ser complejo,
pues conviven en él diversas personalidades. Está la que él muestra y cree
tener y que le acompaña a diario. La de su propia máscara. La del actor que interpreta un papel. En boca
de Balzac, fingimiento, comedia, rutina. También, la del que desearía ser- de forma más o menos
consciente-, sueño, proyección, según Calderón.
Y la que de él percibe los otros.
Así, pues ¿cuál es la real? ¿Vivimos o somos vividos, como decía Freud?
Hay hombres que agonizan en su propio desierto. El oasis
está próximo, tan cerca que ni siquiera lo perciben, pues está dentro de ellos.
Bastaría con que prestasen atención a la voz interior para que la máscara fuese
derritiéndose.
Y sin embargo, prefieren convivir
con el anonimato. No el anonimato de lo escondido y lo humilde, sino en el del
oscurantismo autoimpuesto, quizá por aquello de que es mejor ignorar que
comprometerse. Por eso, la sociedad corre el riesgo de caminar hacia una nueva versión del
hombre. El hombre anónimo. El hombre desesperanzado. El hombre aturdido que no
razona por él sino que lo hace movido
por un impulso ciego que proviene de la información almacenada desde el
exterior, bien sea la que acumula de lecturas que no asimila, o el bombardeo
constante de los medios de comunicación. Y siéndole más cómodo no complicarse,
vacía su pensamiento, teniendo como todo juicio la ausencia del mismo. Todo lo
cual le lleva a desvincular la realidad con su yo auténtico, entreteniéndose
con sustitutos externos para evadirse, obteniendo el ruido como silencio.
¿Quién es este hombre?
El retrato robot puede servir de
carta de presentación.
Busca la compañía solitaria o la
incomunicación acompañada por una multitud invisible, con la diferencia que
puede oírles e incluso verles, pero no tocarlos. Es lo que el aliento a la voz: palabras ahuecadas que se llevan las
ondas y aterrizan en múltiples partes. De lo personal a lo colectivo y de la
masa a la soledad. En el fondo es lo que busca: el descompromiso. La desconexión de sí mismo, anclado en un
multiplicador, rehuyendo cualquier nudo gordiano que le ate a su yo, sujeto a
infinidad de hilos, con la facilidad de poder deshacerlos apretando un simple
botón; mejor aún: dejando de oprimirlo.
Es el modernismo del momento.
Este hombre no gusta de
enfrentarse consigo. Se asemeja a una suerte de huésped cuya alma es presa de
su envoltorio, sin alcanzar a obtener consciencia de ella misma.
Entre la percepción de lo que debe
ser y lo que han elegido los otros, no permite que desde el exterior penetre en
su interior aquello que le pueda empujar a la reflexión. A querer entendérselas
con su propia identidad, y todo lo que
le pueda hacer discernir acerca de quién es realmente es relegado de inmediato
y ocupa su lugar lo banal, lo efímero, lo que teje el entretenimiento sin más
moraleja, abonándose a lo ramplón y a lo insulso, viniendo a ocupar su mente el
cosmos universal que proviene de sus
proveedores de ideas. Y a base de no
cavilar, uno de los hemisferios de su cerebro se va atontando,
obnubilando, a la usanza de las maquinitas
aritméticas, que con tanto uso, el que la soba acaba por perder cualquier
facultad de cálculo personal y termina
contando con los dedos. Todo lo cual abona aquel slogan
de un anuncio de detergentes, tan desafortunado en su expresión como
afortunado por la realidad: “usted no piense, nosotros lo hacemos por
usted.”
Así, con el tiempo acaba
convirtiéndose en parte de la robótica social. Y por mucha precisión que pueda
tener un engendro, es bien sabido que carece de sensibilidad al adolecer de alma. ¿Dónde situar lo anímico si ni
siquiera tiene constancia de ello? ¿Dónde la racionalidad, cuando no gasta
neuronas?
Él, animal como el resto de las criaturas,
progresivamente va haciendo algo revolucionario: alterar su naturaleza. Pues, en tanto que una fiera es incapaz de
abandonar su estado primitivo, sin embargo él puede modificarla sustancialmente,
y alejándose de su ser persona, deteriorar su sensibilidad progresivamente por
el vaciamiento de los sentidos, convirtiéndose en un hombre no-pensante, sin
religamiento a lo superior, terminando en un ser tele-dirigido.
Por eso, se enchufa a una cosa
llamada sistema operativo, convirtiéndose al final en una especie de parte del
cableado al más puro estilo “Matrix”
y como último invento al “Whatsapp” (= ¿qué es esta aplicación?). A cualquier
hora del día y de la noche es necesario estar conectado para ser.
Desconectar para conectarse. That is the question. No prestar tal
grado de atención, que se convierte en adición a los modernos medios de
interrelación social; tener espacios
para poder regar la mente con agua que
obre el milagro de producir semillas de pensamientos de mayor calado; desechar tanta información desinformadora que
terminan por embotar el conocimiento.
Y más allá de ello, después de
ponerlo en práctica, preguntarse. Sí, preguntarse. Doblemente. Primero, interpelándose con aquélla frase de los Beatles” ¿Qué hace un chico como yo en un lugar como
éste? O lo que vendría a ser lo mismo:
¿Puedo ser yo mismo, dejándome sustituir por los demás? Y luego, vaciado de
lo de fuera y acongojado por lo que vislumbra
dentro, decirse: “¿Hacia dónde dirigir mi razón y mi voluntad para
recuperar el rumbo? De lo limitado a lo infinito. El cielo como montera.
Por ello, se impone recuperar el
“yo” perdido y abandonar tantas clavijas.
De no hacerlo es muy fácil caer en la definición de hombre masa. Y lo peor de
todo, sentirse. ¿Eres? ¿Somos? La medida está en la dependencia a las
conexiones.
·
novelapoesiayensayoangelmedina.blogspot.com
El Instituto de la Resucitación.
Conocía a Tobías Erlington desde hacía
años. El hombre enfermó, hasta el punto
de correr grave riesgo su vida, siendo internado. En aquel ínterin, me ausenté
por motivos profesionales. Tobías, a pesar de ser una persona algo extraña
siempre estaba abierto, hiperactivo, motivado y sobre todo amaba la belleza.
Era licenciado en bellas artes, practicaba
la escultura y la pintura, y su afición por recrear su inquieto espíritu
le hacía participar de la literatura y la música, pasando por ser, aunque
aficionado, un gran melómano. Yo disfrutaba mucho conversando con él- es sabido
que mucha gente resulta banal en sus conversaciones, pues la reducen a los
deportes o comentarios del telediario, con su amplio abanico de noticias
necrófilas- y lo mismo versábamos dialogando sobre los antiguos filósofos y sus
obras, muchas de las cuales aún hoy nos
influyen, cómo “La República” de Platón o “El discurso del método”, de René
Descartes; sobre los maestros de la
pintura, cuya genialidad se plasma en las grandes obras( recuerdo que una vez
me citó, entre otros , con gran
prodigalidad de detalles el cuadro de “La Venus del espejo”, de Velázquez, que se
exhibe en “La National Gallery”, de Londres, del cual, aunque parece ser que
pintó tres desnudos, solo se conserva este retrato, creando su propia imagen de
la divinidad, aunque la idea de pintarla de espalda, sosteniendo Cupido el espejo en el que se refleja,
procedía de Tiziano; me hacía la
observación que el espejo, en la posición en que está la figura no puede
reflejar su rostro. Y que la de Cupido fue incluida posteriormente)
Al cabo de un tiempo volví a
encontrármelo y lo noté extraño. Parecía frío, insensible, e interesándome por retomar aquellos apasionantes temas de los
que hablábamos con frecuencia, la beldad del arte, la escritura o el mundo del
pentagrama, encontré en él el desdén hacia todos ellos. Era como si le
resultasen inaceptables. Mi amigo, aunque cultivado, siempre había sido algo
esotérico. Quizá por eso, me hizo una pregunta que me dejó desconcertado:
-¿Te gustaría poder resucitar?
Yo, hombre de fe, le respondí con
sencillez:
-Debes de estar refiriéndote a la resurrección de los muertos, de la que
habla la religión. Sí- me ratifiqué- creo que el hombre es más que la
apariencia del cuerpo y que su alma inmortal no perecerá en el sepulcro.
Su respuesta, confieso que me resultó
inquietante.
-No exactamente. ¿Has escuchado
hablar del Instituto de la Resucitación?
-¿De qué diablos me estás
hablando?- contra pregunté escéptico.
Por toda respuesta, me dijo entonces:
-Mejor que lo veas. ¡Acompáñame!
Y sin estar muy seguro de lo que hacía
me dejé llevar, movido en parte por la intriga y también llevado en volandas
por su vehemencia.
Tomamos un taxi y al cabo llegamos a un
caserón a las afueras de la ciudad. Anochecía y las luciérnagas comenzaban a
invadir la bóveda del cielo que se desplegaba sobre nuestras cabezas,
despertando en mí mil interrogantes. Su gigantesca armonía y el orden dentro
del caos: porque es caótico solo pensar en sus dimensiones, estimadas en
93.000 millones de años luz. Él, empero, miraba a ras del suelo, cómo si no
existiese.
Mientras hacía sonar el timbre situado
en el enorme portón de la finca, aprecié que éramos observados a través de una
diminuta cámara de televisión que barría de este a oeste. Poco después,
chirriaron los goznes y se franqueó la entrada. Todavía hubimos de caminar un
trecho por el camino chinesco del jardín, que se estiraba entre los setos
situados a ambos lados. No nos dio tiempo a hacer uso de la campanilla de la
puerta de la casa cuando nos recibió un hombre de aspecto más bien tétrico: era alto y flaco, cabello escaso, del
color de la nieve que ha sido hollada; yo diría quijotesco, de ojos hundidos y
enormes bolsas que resaltaban en el borde inferior de las cuencas, orlando sus
mejillas una barba lampiña. Su rostro
era alargado y los pómulos salientes, como manzanas resecas; pálido y arrugado, pintaba la proximidad a los ochenta, caminando
doblado y tembloroso Sus extremidades eran largas, y más aún sus huesudos dedos, que se me antojaban parecidos
a los de un pianista raquítico, vistiendo un traje negro y zapatos del mismo
color. La impresión que saqué de él es que debería aplicarse, si la tenía, su
propia medicina, pues me pareció que coqueteaba con las pompas fúnebres.
Descendimos por una retorcida escalera
de caracol, y una vez en la planta baja, lóbrega cual la boca de un lobo, recorrimos un largo corredor a cuyo fondo
había una puerta blindada. Dentro de la estancia estaba su ayudante, un
hombrecillo de aspecto insignificante.
Contemplé una mesa metálica y junto a ella una máquina de electroshock - que
confieso no me dio buena impresión al verla-, una vitrina, en la que parecíome
que sus estantes estaban ocupados por
tarros de medicamentos y varias jeringuillas. y al fondo una cámara
frigorífica, todo lo cual se me antojó una sala de despiece.
Mientras que nuestro anfitrión se
embutía en una bata oscura, cuyo peto estaba reforzado por un hule, hizo señas a su colaborador y éste se aprestó
a ejecutar la orden; entre tanto, mi
amigo me comentó que el personaje era el doctor Molokov, un reputado
científico, formado en la antigua Unión Soviética, que, tras la caída del muro
se instaló en Europa. Investigador de la muerte, trabajaba en un proyecto de
resucitación, habiendo conseguido notables logros con animales. Yo no sabía si
sonreír, enfadarme por aquellas palabras y por el misterio con que me había
conducido hasta allí, o salir corriendo. Pero la curiosidad me retuvo,
queriendo ver el fin de aquella farsa. No obstante, condescendiente, objeté
que, una cosa eran experimentos con animales y otra bien distinta, por su
complejidad, la práctica, y sobre todo conseguir resultados con humanos. Mi
incertidumbre aumentó cuando Tobías, sin apenas inmutarse me respondió:
“¡También! ¡También!, a lo que contra objeté: “¿Y tú qué sabes! “¡Te lo digo
yo!- se reafirmó sin poder ser más
explícito, pues en aquel preciso instante, el empleado de Molokov extraía de la
cámara una bandeja sobre la que descansaba lo que a mí me resultó a todas luces
un cadáver.
Aquel cuerpo parecía pertenecer al de un
mendigo. Gente desahuciada por la sociedad y la vida que la malgastan
malviviendo, ocupando su tiempo en la evasión que les proporciona la bebida,
por pobre que sea su calidad, con lo cual aumenta el riesgo del hígado. Hasta
que un día revientan de hastío y mendrugos, o deciden tirarse al río más
próximo. Por lo visto, me comentó mi amigo, que alguien que él desconocía se
encargaba de traficar con los cuerpos para que acabasen en la mesa de
resucitación del ruso. Con esta clase de harapientos de la vida-insistió- no
hay riesgo si no se consigue progresar en la restauración del cadáver, pues
nadie vendrá a reclamar nada. “Aunque yo te digo- volvió a zarandear mi ánimo-
que sé bien de la viabilidad de los experimentos del doctor.
Molokov
retiró la sábana que lo cubría,
dejando su cuerpo al desnudo. Era el de un varón y a pesar del rigor mortis,
calculé que no debía tener más de cuarenta años. Por su aspecto parecía
extranjero. No hacía mucho que había muerto, y para verificar su estado (yo
creo que fue una exhibición que hizo para impresionarme) le untó con una crema,
conectó los electrodos y le aplicó una
descarga eléctrica. Al notarla, los músculos reaccionaron, como si quisieran
saltar del interior de aquel cuerpo. (Fue inevitable que me remontase a mi
niñez, cuando durante unas navidades degollaron en casa un hermoso pollo, y
decapitado dio un brinco desparramando sangre a borbotones, alcanzando el
techo) Al verlo, me sobresalté.
Molokov me miró displicente, y
haciéndolo, no sé por qué me pareció que algo debía conocer de mí, por parte de
mi amigo. Algo así como una previsible recomendación o interés por sus
experimentos.
-La homeostasis se ocupa de las variaciones de la temperatura en los
organismos vivos. Este hombre es evidente que está muerto. Basta con verlo.
Pero los médicos podemos verificarlo. Debe llevar poco tiempo cadáver, pues la
musculatura ha respondido al estímulo. Pronto se manifestarán en el los cambios
postmorten. Primero, la rigidez de la cara. Después, sobrevendrá a brazos y
tórax, hasta alcanzar las piernas y antes de las veinticuatro horas será
completa. La autolisis, es decir la devastación de los tejidos hará el resto.
Finalmente, cuando esté completamente destruido, se iniciará el proceso de descomposición y
putrefacción; en un par de días hará su aparición una serie de manchas verdes a
la altura de los costados, y pocos más, los gases harán que se hinche el
cuerpo, se rompan los órganos internos y aparezcan las ampollas por toda la
anatomía.
Escuchándole, sentí en mi interior una sacudida. Pero, haciendo
de tripas corazón, aun conduciéndome sus explicaciones a fijarme obsesivamente
en el cadáver que tenía ante mis ojos, anclé mis piernas- que habían flaqueado-
sobre el suelo y permanecí en silencio, invitándole a proseguir.
-Esta es la parte más desagradable- nos dijo- por la que hemos de pasar
todos. Este hombre es el anticipo de nuestro propio destino. Sin embargo, la
ciencia tiene la misión de investigarlo todo, incluso el mal peor de todos que
es la muerte. Porque morir no es solo lo que ustedes contemplan, en su cruda
realidad, sino la desesperanza de que en el mejor de los casos, todo quede en
este horripilante fin; al estar
dotados de lo que algunos llaman espíritu, alma o conciencia- yo prefiero
referirme a esa sustancia simplemente como la consciencia de lo que somos;-
muriendo enterramos para siempre el deseo de vivir. Y a la aniquilación
material se ha de añadir la destrucción de “ser”. Si nacemos para vivir, si la
vida impregna toda nuestra persona ¿por qué hemos de morir? ¿Qué contradicción
de la naturaleza es ésta? ¿Acaso lo que los creyentes llaman “pecado” puede en
su microscópica dimensión ser el castigo de la Naturaleza infinita? ¿Qué
imagen de dioses somos, si acabamos convertido en gusanos, auto devorándonos en
la corrupción de un sepulcro?
En tanto pronunciaba su discurso,
Molokov abrió la vitrina y extrajo un frasco con un componente desconocido (se
me hacía evidente que no estaba patentado y por tanto era de su invención) y
una jeringuilla dotada de una aguja larga.
Luego, fue pinchándole en diferentes
zonas del cuerpo yaciente un compuesto celular. En la medida que lo hacía el
rigor mortis se iba atenuando y un ligero rubor empezaba a aflorar por aquel
cuerpo. Finalmente, hizo una pequeña trepanación e introdujo el catéter por el
orificio, penetrando el líquido inyectable a través del mismo. Confieso que me
sobresalté al verle mover las manos y recuperar el color. Pero cuando casi me
desmayé fue al verificar que, siguiendo su mandato, como aquel Lázaro que
volvió a la vida (no me gusta la comparación, y todo esto, aun pasando por el
tamiz de mis propios ojos, me resulta un acto de brujería) le ordenó
levantarse, y tirando de su mano que ya había recuperado el calor, le ayudo a
reincorporarse.
Me fijé en él con espanto (no así mi amigo, que parecía conocer el experimento)
y por supuesto, Molokov, que mostraba su satisfacción, seguro de ser reconocido
mundialmente, primero por la Academia de las Ciencias y posteriormente contar
con el inmenso agradecimiento de la humanidad, que superaría el difícil trance
de la muerte. Vencido el aguijón de la
aniquilación, quedaría como un pesado
sueño. A propósito de lo cual, me decidí a preguntarle.
-Estoy realmente sorprendido,
profesor. Pero, dígame ¿qué sucede después de experimentar volver a la vida
tras el hecho biológico de la muerte? Se trata de una experiencia extrema; algo inusual. Por tanto ¿cómo
reaccionan los resucitados?
Molokov miró a mi amigo. Era evidente
que lo conocía de antes. Entonces, me confesó que la ciencia evolucionaba cada
vez más, y que aquel punto de inflexión era importantísimo para consagrar la
vida, recuperándola, superando la barrera de
la aniquilación. Aunque- añadió resignado- todo es mejorable. Yo he
estudiado, he investigado y he conseguido recuperar la materia. Lograr que las
células vuelvan a vivir y la piel a sentir. Conseguir que un cuerpo en proceso ya de destrucción
retorne a la vida. Pero, aún queda mucho camino por recorrer. Sostengo- y usted
acaba de verlo- que estoy en condiciones de resucitar el envoltorio humano; no así el espíritu- matizó- Los
hombres a los que resucito, recuperan el cuerpo, pero no su alma. Todavía no
estoy en condiciones de devolverles la sustancia de la sensibilidad: en una palabra, el recreo de la
belleza que representa todo arte; la
pintura, la escultura, la música, la poesía e incluso el sentimiento estético
de la beldad de una hermosa mujer. Para eso habremos de aguardar, tal vez mucho
tiempo. Estos son los albores.
Guardó silencio durante unos segundos,
quedando yo estupefacto. Mis neuronas se habían revoloteado y comenzaba a
entender. Echándole la mano por encima del hombro se llevó a mi amigo a un
extremo de la sala, en tanto el resucitado bostezaba con cara de lelo.
-¿Le ha dicho que usted…?
Cuando se volvieron hacia el lugar en el
que me había dejado, encontraron que yo no estaba allí. Apresuradamente salí de
aquel Instituto de la Resucitación, en tanto que mi cabeza trataba de
explicarme lo sucedido. Era lo que había experimentado Tobías Erlington, que no
llegó a superar la mortal crisis que le condujo a la muerte, debió de tener
contratado los servicios del sabio para el caso en el que fuese necesaria su
reanimación corporal. Corporal, sí;
porque Tobías- como ya pude comprobar- había perdido su interés por la belleza
y la sensibilidad. Un hombre que se recreaba en la admiración y la satisfacción
que produce todo lo artístico, había quedado relegado a la condición de
insensible. Era tanto como vender el alma. Y yo, aunque amaba la vida, prefería
ser una persona, con sus limitaciones en el tiempo, sí, pero tal como la
naturaleza me había creado. Hombre y no medio hombre. Insensible. Autómata.
Ya no encontré más a Tobías. No sé si
volvió a tener una segunda muerte y una nueva resucitación. Tampoco me importa.
Yo prefiero seguir siendo yo mismo. Una persona en toda la acepción de la
palabra. Aunque con la limitación de Cronos, cuerpo y alma.
Recomponer el mundo
Propuse a mis discípulos que
hiciesen un doble ejercicio : de una parte la memoria, aprendiendo la ubicación
de determinados países en el mapamundi, naciones en las que no cesan los
conflictos humanos: Afganistán, donde la paz se vislumbra incierta; Colombia,
guerra recién acabada entre gobiernos y las Farc; Filipinas, que libra una
lucha solapada por la autodeterminación del pueblo Moro; Irak, en la que se
enfrentan entre sí chiíes, suníes y kurdos;
Israel y Palestina, tierra en la que nunca prospera la reconciliación; Nigeria, estando
de por medio la disputa del petróleo entre las etnias; Siria, eternizándose el
conflicto entre el régimen y sus
opositores; y las inestables repúblicas
islámicas de Egipto, Libia y Túnez, desestabilizadas
ad-extra in-extra. De otra, la sagacidad, mostrar cómo
deshacer el nudo gordiano para cambiarlos. Porque, a veces confundimos el
vericueto por el cual discurre el bien y el mal, desplazándolos hacia una entelequia. En una
fuerza sobrenatural, independiente
de la voluntad al más puro estilo de Zaratustra.
A tal fin, les entregué una
fotocopia del Atlas y le concedí cinco minutos para que lo retuviesen
mentalmente; a continuación, debería proceder a romper el papel y en otros
cinco minutos reconstruir el mapa, de forma que volviesen a aparecer en la
ubicación en la que se encontraban.
Finalmente, les hice hincapié en que deberían analizar cómo recomponer la
situación para su pacificación. ¿Hay alguna manera de rehacer el mundo?
Yo era consciente de la doble
dificultad: re-dibujar el mapa, y sobre todo sugerir la manera de arreglar lo que la ONU era incapaz de hacer.
Ardua tarea. Y menos disponiendo de tan escaso margen de tiempo.
Cuando me percaté que lo habían
hecho, consulté el reloj, y al cabo les hice saber que el plazo había
concluido, procediendo a verificar que mis instrucciones se había llevado a
efecto. Sobre cada pupitre descansaba un montón de trozos, y para hacer
realmente complicada la operación, me preocupé personalmente de removerlos a
fin de que se mezclaran, de manera que resultase realmente complicado
reproducirlo.
Volví a mirar mi cronómetro y
pregunté sobre el resultado del ejercicio. Todos permanecían en silencio,
evidenciando que no habían sido capaces de conseguirlo. Uno dijo que no había
solución, pues los enfrentamientos nacieron nada más ver la luz Caín, el primer homicida. Otro, que el mundo
se encuentra dividido en dos facciones: capitalismo versus comunismo, y ninguno
quería ceder su puja por imponerse. También hubo quien lo simplificó, pretextando que los ricos no
concedían a los pobres sino un pequeño
trozo de la tarta. El más prospectivo, alegó que venimos sufriendo la
desigualdad impuesta desde que el hombre comenzó a aglutinarse en grupos,
pasando a ser protegidos y dirigidos por los más astutos, que se constituyeron
en poderosos, naciendo los condados, y después los reinos; y esto, hasta
nuestros días. La educación y los principios fueron asimismo citados. Cada cual
tenía su propia visión. Pero los montoncitos seguían destacándose: resultaba evidente que no fueron
capaces de unificarlos.
Fijándome, observé una mano que
tímidamente se levantaba desde el fondo, sobresaliendo por encima de las
cabezas del resto de los estudiantes. Me acerqué y vi que, en efecto, aquel
alumno había sido capaz de recomponer el
mapa. Preguntándole, me confesó que no le había ocasionado ningún problema.
Sencillamente, antes de destrozar
aquella hoja, había tenido la precaución de dibujar al dorso la figura
de un hombre. El resto fue fácil; componiendo el hombre, pudo rehacerla. Para
rehacer el mundo, se imponía primero rehacer al hombre.
Pedirle que me explicase qué es un hombre realmente me pareció excesivo.
Eso lo dejo para ustedes.
La Reencarnación
Articulo:
CARTA A UN EXISTENCIALISTA
La nada
LAS POSTRIMERIAS DE LA VIDA
TRES ELEFANTES
ENSAYO SOBRE LA CEGUERA
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